Saludos a la concurrida, entusiasta y falta de juicio multitud. He decidido poner fin a mi ciber-silencio para compartir con vosotros la profunda aversión que siento hacia este tipo social: la petarda.
Bien, amigos. Para todos aquellos que no estéis familiarizados con la jerga, vamos a introduciros un poco en su semántica. La mamamarracha-o petarda- suele ser, por lo general, mujer. Se define fundamentalmente por estar fuera de todo. Fuera de lugar, muy lejos de estar cerca del momento oportuno, y fuera de todo canon estético de por lo menos las últimas décadas.
Para proceder a su descripción vamos a seguir cierto orden, aunque no se si será posible.
La mamarracha no tiene pelo. Tiene un pelazo. Recientemente las Bell hemos podido comprobar, mediante un exhaustivo análisis fotográfico, que son numerosas las corrientes de aire que se generan SOLO -empero, solo- en torno a su cabellera de suerte que, mientras que las demás quedamos retratadas con nuestros lacios peinados a causa de la ausencia de viento, ella siempre va a gozar del volumen que le proporciona ese remolino inexistente salvo para ella.
Tiene la fea costumbre de adornarse la cabellera con unas diademas de las que sólo diremos: Si has escogido esa para salir de casa, no quiero imaginarme las que se han quedado atrás. Pero al margen de la experiencia estética que proporciona su contemplación, sin duda lo que más impacta es la retahíla de gilipolleces que es capaz de emitir en un breve parlamento. Sí. Sí.
Gilipolleces cimentadas sobre historias que todos sabemos que forman parte de la ficción. Y ahí estás tú, escuchando con cara de idiota idioteces gratuitas porque en el fondo te da una vergüenza horrorosa pedirle que se calle, que madure y que se opere.
Yo me planteo quién es el culpable de llegar a estas situaciones: ¿la mamarracha y su gilipollez supina o mi cobardía e intolerancia?